miércoles, 15 de junio de 2011

HOMENAJE - BORGES CONFERENCISTA

Siempre fui tímido. Nací con eso. Crecí con eso. Será por eso que siempre fui un orador manual, de puño y letra.
Me resultaron muy difíciles los atrios y los escenarios. Casi imposibles. Todas las palabras que se manifestaban plácidas en el papel, quedaban mudas en mi boca frente al público.
La verguenza decía presente en mi cara colorada y en mis manos temblorosas. En el tartamudeo sistemático desde que se iniciaba la charla, en las abundantes gotas de sudor en la frente.
Para vercerlo asistí a capacitaciones de todo tipo: por Dios! para aprender a hablar!
Pasé horas tratando de entender por ejemplo: la gestualidad.
Un día me llegó una invitación para exponer en una conferencia en Francia y no pude decir que no. Manejaba el idioma bastante bien, asistirían los escritores más famosos del mundo, el tema me deslumbró y además: era el desafío pendiente.
Soy tímido pero en la ecuación de suma y resta de defectos, soy antes que tímido, orgulloso y no quise resultar herido de muerte por un simple monólogo.
Acepté, seguí desesperado mis cursos de protocolo, de oratoria. Almorzaba con ellos, cenaba con ellos, tenía pesadillas con esos relatos que rengueaban junto a mi bastón. Se enredaban en la hiedras de mi patio. Se mezclaban con mi plato de verduras.
Compré cuantos manuales hubo. Hubiese sido más fácil nacer de nuevo.
Confirmé mi asistencia. Desde ese día conté minutos y segundos, repasé de memoria todas las técnicas posibles para incorporar casi violentamente esa habilidad a mi esquema Borgiano.
Llegó la fecha y nada garantizaba que yo pudiera hablar.
Me buscaron del aeropuerto en un auto importado y me metí en él con mucho trabajo por mi vejez y mi miedo. Mi fracaso de orador dobló por la rue principal, desconcertado.
Llegamos. Alguien me abrió la puerta y me invitó a bajar. Sentí ese protocolo como un golpe bajo. Mis pies lentos se acomodaron de a poco en la alfombra roja que conducía la escenario (para mí un paredón de fusilamiento).
Quise refugiarme en mi oscura biblioteca pero seguí entre millones de pares de ojos que ya emitían juicio.
-Bon jour -les dije- mirando siempre para abajo, perdido entre la ceguera y la verguenza.
Me senté (siempre ayudado), hice un minuto de silencio, más que nada por mí, porque el único ruido de la sala era mi taquicardia.
Pensé de nuevo qué iba a decir ante tanta espectativa. Las técnicas de oratoria nadaban en mi cabeza y se ahogaban ahí.
Nada de nada. Me sentí un imbécil. Viajé mentalmente a Buenos Aires, mientras el público esperaba ya impaciente. En ese momento traje a mi mente la historia del Compadrito, del Culto al coraje que yo mismo había escrito.
Y entonces decidí luchar contra ese público y me puse de pie. Respiré profundo y sin verlos, los miré. Ordené de a una las palabras y me animé a contarles la verdad de mi exposición muda.
Me solté a hablar como nunca. Estrené por fin, como borracho, mi diálogo reprimido que parece ser una sátira para un intelectual que ha dicho tantas cosas (siempre escritas).
Me enriquecí con ellos, me sentí un hombre, un tipo como tantos. Supe que podía hablar, hacer preguntas y buscar respuestas. Nada más.
Ya no tengo el trauma. Ya no estoy tan sólo.