martes, 5 de julio de 2011
Es verano. Llueve. El olor a piel húmeda
confunde.
El día es gris. Tan sobriamente
gris como los gatos o los elefantes.
La imaginación anda suelta
y se saca la remera. Es libre
y tiene calor.
El amor se hunde en los pechos
de arena y el corazón bombea fuerte.
También tiene cielo.
Y tormentas.
miércoles, 15 de junio de 2011
Publicado por
Laura Beherán
en
10:11
Etiquetas:
Homenaje a 25 años de la muerte del Más Grande
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Siempre fui tímido. Nací con eso. Crecí con eso. Será por eso que siempre fui un orador manual, de puño y letra.
Me resultaron muy difíciles los atrios y los escenarios. Casi imposibles. Todas las palabras que se manifestaban plácidas en el papel, quedaban mudas en mi boca frente al público.
La verguenza decía presente en mi cara colorada y en mis manos temblorosas. En el tartamudeo sistemático desde que se iniciaba la charla, en las abundantes gotas de sudor en la frente.
Para vercerlo asistí a capacitaciones de todo tipo: por Dios! para aprender a hablar!
Pasé horas tratando de entender por ejemplo: la gestualidad.
Un día me llegó una invitación para exponer en una conferencia en Francia y no pude decir que no. Manejaba el idioma bastante bien, asistirían los escritores más famosos del mundo, el tema me deslumbró y además: era el desafío pendiente.
Soy tímido pero en la ecuación de suma y resta de defectos, soy antes que tímido, orgulloso y no quise resultar herido de muerte por un simple monólogo.
Acepté, seguí desesperado mis cursos de protocolo, de oratoria. Almorzaba con ellos, cenaba con ellos, tenía pesadillas con esos relatos que rengueaban junto a mi bastón. Se enredaban en la hiedras de mi patio. Se mezclaban con mi plato de verduras.
Compré cuantos manuales hubo. Hubiese sido más fácil nacer de nuevo.
Confirmé mi asistencia. Desde ese día conté minutos y segundos, repasé de memoria todas las técnicas posibles para incorporar casi violentamente esa habilidad a mi esquema Borgiano.
Llegó la fecha y nada garantizaba que yo pudiera hablar.
Me buscaron del aeropuerto en un auto importado y me metí en él con mucho trabajo por mi vejez y mi miedo. Mi fracaso de orador dobló por la rue principal, desconcertado.
Llegamos. Alguien me abrió la puerta y me invitó a bajar. Sentí ese protocolo como un golpe bajo. Mis pies lentos se acomodaron de a poco en la alfombra roja que conducía la escenario (para mí un paredón de fusilamiento).
Quise refugiarme en mi oscura biblioteca pero seguí entre millones de pares de ojos que ya emitían juicio.
-Bon jour -les dije- mirando siempre para abajo, perdido entre la ceguera y la verguenza.
Me senté (siempre ayudado), hice un minuto de silencio, más que nada por mí, porque el único ruido de la sala era mi taquicardia.
Pensé de nuevo qué iba a decir ante tanta espectativa. Las técnicas de oratoria nadaban en mi cabeza y se ahogaban ahí.
Nada de nada. Me sentí un imbécil. Viajé mentalmente a Buenos Aires, mientras el público esperaba ya impaciente. En ese momento traje a mi mente la historia del Compadrito, del Culto al coraje que yo mismo había escrito.
Y entonces decidí luchar contra ese público y me puse de pie. Respiré profundo y sin verlos, los miré. Ordené de a una las palabras y me animé a contarles la verdad de mi exposición muda.
Me solté a hablar como nunca. Estrené por fin, como borracho, mi diálogo reprimido que parece ser una sátira para un intelectual que ha dicho tantas cosas (siempre escritas).
Me enriquecí con ellos, me sentí un hombre, un tipo como tantos. Supe que podía hablar, hacer preguntas y buscar respuestas. Nada más.
Ya no tengo el trauma. Ya no estoy tan sólo.
Me resultaron muy difíciles los atrios y los escenarios. Casi imposibles. Todas las palabras que se manifestaban plácidas en el papel, quedaban mudas en mi boca frente al público.
La verguenza decía presente en mi cara colorada y en mis manos temblorosas. En el tartamudeo sistemático desde que se iniciaba la charla, en las abundantes gotas de sudor en la frente.
Para vercerlo asistí a capacitaciones de todo tipo: por Dios! para aprender a hablar!
Pasé horas tratando de entender por ejemplo: la gestualidad.
Un día me llegó una invitación para exponer en una conferencia en Francia y no pude decir que no. Manejaba el idioma bastante bien, asistirían los escritores más famosos del mundo, el tema me deslumbró y además: era el desafío pendiente.
Soy tímido pero en la ecuación de suma y resta de defectos, soy antes que tímido, orgulloso y no quise resultar herido de muerte por un simple monólogo.
Acepté, seguí desesperado mis cursos de protocolo, de oratoria. Almorzaba con ellos, cenaba con ellos, tenía pesadillas con esos relatos que rengueaban junto a mi bastón. Se enredaban en la hiedras de mi patio. Se mezclaban con mi plato de verduras.
Compré cuantos manuales hubo. Hubiese sido más fácil nacer de nuevo.
Confirmé mi asistencia. Desde ese día conté minutos y segundos, repasé de memoria todas las técnicas posibles para incorporar casi violentamente esa habilidad a mi esquema Borgiano.
Llegó la fecha y nada garantizaba que yo pudiera hablar.
Me buscaron del aeropuerto en un auto importado y me metí en él con mucho trabajo por mi vejez y mi miedo. Mi fracaso de orador dobló por la rue principal, desconcertado.
Llegamos. Alguien me abrió la puerta y me invitó a bajar. Sentí ese protocolo como un golpe bajo. Mis pies lentos se acomodaron de a poco en la alfombra roja que conducía la escenario (para mí un paredón de fusilamiento).
Quise refugiarme en mi oscura biblioteca pero seguí entre millones de pares de ojos que ya emitían juicio.
-Bon jour -les dije- mirando siempre para abajo, perdido entre la ceguera y la verguenza.
Me senté (siempre ayudado), hice un minuto de silencio, más que nada por mí, porque el único ruido de la sala era mi taquicardia.
Pensé de nuevo qué iba a decir ante tanta espectativa. Las técnicas de oratoria nadaban en mi cabeza y se ahogaban ahí.
Nada de nada. Me sentí un imbécil. Viajé mentalmente a Buenos Aires, mientras el público esperaba ya impaciente. En ese momento traje a mi mente la historia del Compadrito, del Culto al coraje que yo mismo había escrito.
Y entonces decidí luchar contra ese público y me puse de pie. Respiré profundo y sin verlos, los miré. Ordené de a una las palabras y me animé a contarles la verdad de mi exposición muda.
Me solté a hablar como nunca. Estrené por fin, como borracho, mi diálogo reprimido que parece ser una sátira para un intelectual que ha dicho tantas cosas (siempre escritas).
Me enriquecí con ellos, me sentí un hombre, un tipo como tantos. Supe que podía hablar, hacer preguntas y buscar respuestas. Nada más.
Ya no tengo el trauma. Ya no estoy tan sólo.
miércoles, 13 de abril de 2011
Siempre me encantaron los obsesivos y los amantes, que casi son lo mismo. De la belleza, del trabajo, del sol, de las mujeres De todas las cosas, dado que sólo aquel con una capacidad casi enfermiza de amar y de perseverar, podría satisfacer mis innumerables demandas de afecho, de exagerado sexo, de amaneceres en el mar, baños de luna, flores para aniversarios y cumpleaños, promesas y futuras y exóticas fantasías.
El último que tuve fue mi perdición. Cumplía con todos los requisitos.
Nada se escapaba de su ojo sustitituto. Me mostraba siempre las hermosas imágenes que lograba con la lente de su cámara. Con él aprendí los significados de las luces y las sombras, los momentos nunca repetibles y efímeros que conservaba en sus "tapes" y en su retina. La detención del tiempo y los ocasos del sol.
Me encantaba seguirlo y admirar las maravillas que a través de él, se concretaban en un papel. Lo amaba más por eso. También por lo otro.
Recorrimos mundos y submundos. Días y noches amándonos y buscando maravillas juntos. Paisajes, formas, seres vivos, muertos. Me había tomado los mejores perfiles, los mejores frentes, vestida, desnuda, con otros hombres y mujeres.
Me desperté una mañana con su lente acosándome, como si una octava maravilla se hubiera posado en mi cara. Y aún acusando amarme y amarlo, el hartazgo me invadió y un monstruo extraño entró dentro de mí y grité como loca, lo insulté y le pegué.
Esa imagen, para él más que novedosa fue motivo de un nuevo registro y otro, y otro más.
En ese escenario de locura, su cámara comenzó a disparar como un arma de fuego. Supliqué, lloré, pero mi terror lo fue alimentando aún más.
Me miró con fascinación, como quien contribuye a crear algo nuevo. Algo no esperado.
Enloquecí de a poco y lentamente me arrastré hasta la carpa donde guardaba una enorme cuchilla afilada. Su lente me seguía, obsesiva y sarcástica.
Cuando lo tuve cerca, fuera de toda compostura, me abalancé con el afilado metal en la mano sobre él. Le clavé una vez el cuchillo: me gatillo seis veces más. Luego le clavé el acero en todos lado. En el vientre, en el pecho, en los brazos; hasta que ya en el suelo, desenfrenada boca arriba sin consuelo pude ver como yacía él al lado mío, sus más de veinte imágenes tomadas, en sus últimos respiros ahogados de sangre sin soltar el rojo botón de la cámara.
El último que tuve fue mi perdición. Cumplía con todos los requisitos.
Nada se escapaba de su ojo sustitituto. Me mostraba siempre las hermosas imágenes que lograba con la lente de su cámara. Con él aprendí los significados de las luces y las sombras, los momentos nunca repetibles y efímeros que conservaba en sus "tapes" y en su retina. La detención del tiempo y los ocasos del sol.
Me encantaba seguirlo y admirar las maravillas que a través de él, se concretaban en un papel. Lo amaba más por eso. También por lo otro.
Recorrimos mundos y submundos. Días y noches amándonos y buscando maravillas juntos. Paisajes, formas, seres vivos, muertos. Me había tomado los mejores perfiles, los mejores frentes, vestida, desnuda, con otros hombres y mujeres.
Me desperté una mañana con su lente acosándome, como si una octava maravilla se hubiera posado en mi cara. Y aún acusando amarme y amarlo, el hartazgo me invadió y un monstruo extraño entró dentro de mí y grité como loca, lo insulté y le pegué.
Esa imagen, para él más que novedosa fue motivo de un nuevo registro y otro, y otro más.
En ese escenario de locura, su cámara comenzó a disparar como un arma de fuego. Supliqué, lloré, pero mi terror lo fue alimentando aún más.
Me miró con fascinación, como quien contribuye a crear algo nuevo. Algo no esperado.
Enloquecí de a poco y lentamente me arrastré hasta la carpa donde guardaba una enorme cuchilla afilada. Su lente me seguía, obsesiva y sarcástica.
Cuando lo tuve cerca, fuera de toda compostura, me abalancé con el afilado metal en la mano sobre él. Le clavé una vez el cuchillo: me gatillo seis veces más. Luego le clavé el acero en todos lado. En el vientre, en el pecho, en los brazos; hasta que ya en el suelo, desenfrenada boca arriba sin consuelo pude ver como yacía él al lado mío, sus más de veinte imágenes tomadas, en sus últimos respiros ahogados de sangre sin soltar el rojo botón de la cámara.
Olor a flores, un bullicio insoportable. Llantos.
Es un pequeño cuarto en la calle Rodríguez Peña al 3000.
Casi sin poder respirar se mueven a paso corto hacia el cajón. El tiempo es enorme. Es ese tiempo interminable, propio de las catástrofes. Su ceño rígido. Su pelo, como nunca, despeinado. Sus pómulos fríos y consumados.Una encima de la otra, descansan sus manos. Sus labios mudos , su cuello, sus pies, todo. Todo su cuerpo en armonía.
A pesar de tener los mismos rasgos, los mismos huesos, la misma carne, ya no es él mismo.
Parece notarse que su cuerpo se ha separado de su alma. Su rostro, aunque vacío de todo, refleja paz.
Parecería que la muerte no sólo es soportable sino a veces también, reconfortante.
Es un pequeño cuarto en la calle Rodríguez Peña al 3000.
Casi sin poder respirar se mueven a paso corto hacia el cajón. El tiempo es enorme. Es ese tiempo interminable, propio de las catástrofes. Su ceño rígido. Su pelo, como nunca, despeinado. Sus pómulos fríos y consumados.Una encima de la otra, descansan sus manos. Sus labios mudos , su cuello, sus pies, todo. Todo su cuerpo en armonía.
A pesar de tener los mismos rasgos, los mismos huesos, la misma carne, ya no es él mismo.
Parece notarse que su cuerpo se ha separado de su alma. Su rostro, aunque vacío de todo, refleja paz.
Parecería que la muerte no sólo es soportable sino a veces también, reconfortante.
Como quien se ve venir la muerte
abrazada a la soledad,
o quien despide por última vez
los ojos que amará toda la vida,
como quien ciego en plena luz
intenta apagar la noche
y dormirla,
y soñarla, si puede.
A mí se me abalanza el tiempo
y me camina,
en vez de yo a él. Me indaga.
Otra duda entre mis dudas. Eso soy.
Sólo tengo seguro este cielo
que me abarca
y esa pampa en mi anatomía a cuestas.
y en mi ser. Y el aire verde
que se hace sabia
en mis entrañas. Y trotes
de caballo. Y falda de madre
y padre. Y campo.
No sé a dónde voy.
Sí, de donde vengo.
abrazada a la soledad,
o quien despide por última vez
los ojos que amará toda la vida,
como quien ciego en plena luz
intenta apagar la noche
y dormirla,
y soñarla, si puede.
A mí se me abalanza el tiempo
y me camina,
en vez de yo a él. Me indaga.
Otra duda entre mis dudas. Eso soy.
Sólo tengo seguro este cielo
que me abarca
y esa pampa en mi anatomía a cuestas.
y en mi ser. Y el aire verde
que se hace sabia
en mis entrañas. Y trotes
de caballo. Y falda de madre
y padre. Y campo.
No sé a dónde voy.
Sí, de donde vengo.
Aire de infancia en los viejos pulmones de la memoria,
en los molinos, en los ventanales del alma.
En los latidos en suspenso. En la mirada
reiterada en la huella,
huella de tierra, tierra de álamos,
de lagunas sedientas, de calandrias.
Vida súbita, que un día, me hizo ser allí
cuerpo caliente y corazón.
Y brazos con raíces.
Que un día me hizo ir también
sin verde cielo de pasto. Sin preguntarme
quién era. Adónde iba.
Ya no puedo ser otra cosa que errante.
Apilaré mi vida mundo a mundo
y me llevaré ese exilio a todas partes
hasta que vuelva a morir bajo esa luna.
en los molinos, en los ventanales del alma.
En los latidos en suspenso. En la mirada
reiterada en la huella,
huella de tierra, tierra de álamos,
de lagunas sedientas, de calandrias.
Vida súbita, que un día, me hizo ser allí
cuerpo caliente y corazón.
Y brazos con raíces.
Que un día me hizo ir también
sin verde cielo de pasto. Sin preguntarme
quién era. Adónde iba.
Ya no puedo ser otra cosa que errante.
Apilaré mi vida mundo a mundo
y me llevaré ese exilio a todas partes
hasta que vuelva a morir bajo esa luna.
Hijo mío. Juro que no te traje al mundo para esto. Cuando miro la fuente sobre la mesa y veo que hay sólo dos porciones para cinco se me congela el corazón.
Me siento tan impotente, tan inútil. Lo que más soñé es que tuvieras todo, o por lo menos, lo necesario.
Pero ya lo ves, hijo, las cosas no son así. Ahora soy sólo una boca más para llenar.
Añoro mi trabajo porque me hacía sentir fuerte, porque me daba autoridad ante vos. Ahora sólo tengo desesperación. Es tan feo querer y no poder...
No puedo olvidarme cuando vos y tus hermanos venían corriendo hacia mí para revisarme los bolsillos que estaban hasta el tope de caramelos de leche. De tu sonrisa cuando te compraba cada año el guardapolvo blanco y las zapatillas nuevas con puntera de goma.
Y sé que sientes todo lo que pasa. Ya no te veo corretear feliz y disparar con tu escopeta de juguete. Parece que tus enemigos de cartón te han herido de muerte. Estás mucho tiempo en silencio, cosa que antes no hacías. Mamá ya no tiene que correrte por toda la casa para encajarte el ajustado sweter en el cuello.
Y te movés apenas, y respirás apenas. Me cuesta imaginar tu mente tan frágil y tan pequeña con un dolor tan grande.
Te veo así y ni siquiera tengo valentía para hablarte. No puedo soportar que el hambre se burle de vos, y yo esté sentado en el living de casa.
Ya no tiene sentido levantarme ni acostarme. Ahora el día es todo uno, largo e interminable. Me siento tan innecesario...
Me había prometido darte tantas cosas...Cada embarazo de mamá fue como un sol que nos iluminaba. Que le daba sentido a mi vida. Que me daba esperanza.
Y el amor que te doy, y el amor que me das, me hace a pesar de todo agradecido, pero no me alcanza.
Siempre me reí de la palabra depresión, pero ahora la tengo adentro. Me siento devorado por ella. Tengo una vidriera negra en los ojos. No quiero vivir. No quiero verte lleno de carencias.
Y a veces me vuelvo frío y perverso como si tuvieras la culpa.
Perdóname...es tan difícil entender la tasa de desocupación cuando te veo con hambre!
Hijo, no sé que decirte. No sé qué hacer. Hice sólo el colegio primario, me criaron honesto. Ni siquiera sé robar.
Sólo puedo decirte que te necesito, que lo único que quiero es criarte bien, verte feliz.
Lo único que quiero: es trabajar.
Me siento tan impotente, tan inútil. Lo que más soñé es que tuvieras todo, o por lo menos, lo necesario.
Pero ya lo ves, hijo, las cosas no son así. Ahora soy sólo una boca más para llenar.
Añoro mi trabajo porque me hacía sentir fuerte, porque me daba autoridad ante vos. Ahora sólo tengo desesperación. Es tan feo querer y no poder...
No puedo olvidarme cuando vos y tus hermanos venían corriendo hacia mí para revisarme los bolsillos que estaban hasta el tope de caramelos de leche. De tu sonrisa cuando te compraba cada año el guardapolvo blanco y las zapatillas nuevas con puntera de goma.
Y sé que sientes todo lo que pasa. Ya no te veo corretear feliz y disparar con tu escopeta de juguete. Parece que tus enemigos de cartón te han herido de muerte. Estás mucho tiempo en silencio, cosa que antes no hacías. Mamá ya no tiene que correrte por toda la casa para encajarte el ajustado sweter en el cuello.
Y te movés apenas, y respirás apenas. Me cuesta imaginar tu mente tan frágil y tan pequeña con un dolor tan grande.
Te veo así y ni siquiera tengo valentía para hablarte. No puedo soportar que el hambre se burle de vos, y yo esté sentado en el living de casa.
Ya no tiene sentido levantarme ni acostarme. Ahora el día es todo uno, largo e interminable. Me siento tan innecesario...
Me había prometido darte tantas cosas...Cada embarazo de mamá fue como un sol que nos iluminaba. Que le daba sentido a mi vida. Que me daba esperanza.
Y el amor que te doy, y el amor que me das, me hace a pesar de todo agradecido, pero no me alcanza.
Siempre me reí de la palabra depresión, pero ahora la tengo adentro. Me siento devorado por ella. Tengo una vidriera negra en los ojos. No quiero vivir. No quiero verte lleno de carencias.
Y a veces me vuelvo frío y perverso como si tuvieras la culpa.
Perdóname...es tan difícil entender la tasa de desocupación cuando te veo con hambre!
Hijo, no sé que decirte. No sé qué hacer. Hice sólo el colegio primario, me criaron honesto. Ni siquiera sé robar.
Sólo puedo decirte que te necesito, que lo único que quiero es criarte bien, verte feliz.
Lo único que quiero: es trabajar.
Este es un hermoso regalo que me hizo mi alumno, Jorge Fernández, interno del Hospital Borda, donde di taller literario durante varios meses.
Las flores de atardecer:
brillante en este día
mujer del líbano,
mujer de brillantes colores
mujer de colgantes que llegan al corazón.
Corazón grande y majestuoso
majestuoso como el rosal de un camino
camino alegre y maravilloso,
y majestuoso
majestuoso como el placer de un jardín
jardín con un edén.
Las flores de atardecer:
brillante en este día
mujer del líbano,
mujer de brillantes colores
mujer de colgantes que llegan al corazón.
Corazón grande y majestuoso
majestuoso como el rosal de un camino
camino alegre y maravilloso,
y majestuoso
majestuoso como el placer de un jardín
jardín con un edén.
lunes, 17 de enero de 2011
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