miércoles, 13 de abril de 2011
Siempre me encantaron los obsesivos y los amantes, que casi son lo mismo. De la belleza, del trabajo, del sol, de las mujeres De todas las cosas, dado que sólo aquel con una capacidad casi enfermiza de amar y de perseverar, podría satisfacer mis innumerables demandas de afecho, de exagerado sexo, de amaneceres en el mar, baños de luna, flores para aniversarios y cumpleaños, promesas y futuras y exóticas fantasías.
El último que tuve fue mi perdición. Cumplía con todos los requisitos.
Nada se escapaba de su ojo sustitituto. Me mostraba siempre las hermosas imágenes que lograba con la lente de su cámara. Con él aprendí los significados de las luces y las sombras, los momentos nunca repetibles y efímeros que conservaba en sus "tapes" y en su retina. La detención del tiempo y los ocasos del sol.
Me encantaba seguirlo y admirar las maravillas que a través de él, se concretaban en un papel. Lo amaba más por eso. También por lo otro.
Recorrimos mundos y submundos. Días y noches amándonos y buscando maravillas juntos. Paisajes, formas, seres vivos, muertos. Me había tomado los mejores perfiles, los mejores frentes, vestida, desnuda, con otros hombres y mujeres.
Me desperté una mañana con su lente acosándome, como si una octava maravilla se hubiera posado en mi cara. Y aún acusando amarme y amarlo, el hartazgo me invadió y un monstruo extraño entró dentro de mí y grité como loca, lo insulté y le pegué.
Esa imagen, para él más que novedosa fue motivo de un nuevo registro y otro, y otro más.
En ese escenario de locura, su cámara comenzó a disparar como un arma de fuego. Supliqué, lloré, pero mi terror lo fue alimentando aún más.
Me miró con fascinación, como quien contribuye a crear algo nuevo. Algo no esperado.
Enloquecí de a poco y lentamente me arrastré hasta la carpa donde guardaba una enorme cuchilla afilada. Su lente me seguía, obsesiva y sarcástica.
Cuando lo tuve cerca, fuera de toda compostura, me abalancé con el afilado metal en la mano sobre él. Le clavé una vez el cuchillo: me gatillo seis veces más. Luego le clavé el acero en todos lado. En el vientre, en el pecho, en los brazos; hasta que ya en el suelo, desenfrenada boca arriba sin consuelo pude ver como yacía él al lado mío, sus más de veinte imágenes tomadas, en sus últimos respiros ahogados de sangre sin soltar el rojo botón de la cámara.
El último que tuve fue mi perdición. Cumplía con todos los requisitos.
Nada se escapaba de su ojo sustitituto. Me mostraba siempre las hermosas imágenes que lograba con la lente de su cámara. Con él aprendí los significados de las luces y las sombras, los momentos nunca repetibles y efímeros que conservaba en sus "tapes" y en su retina. La detención del tiempo y los ocasos del sol.
Me encantaba seguirlo y admirar las maravillas que a través de él, se concretaban en un papel. Lo amaba más por eso. También por lo otro.
Recorrimos mundos y submundos. Días y noches amándonos y buscando maravillas juntos. Paisajes, formas, seres vivos, muertos. Me había tomado los mejores perfiles, los mejores frentes, vestida, desnuda, con otros hombres y mujeres.
Me desperté una mañana con su lente acosándome, como si una octava maravilla se hubiera posado en mi cara. Y aún acusando amarme y amarlo, el hartazgo me invadió y un monstruo extraño entró dentro de mí y grité como loca, lo insulté y le pegué.
Esa imagen, para él más que novedosa fue motivo de un nuevo registro y otro, y otro más.
En ese escenario de locura, su cámara comenzó a disparar como un arma de fuego. Supliqué, lloré, pero mi terror lo fue alimentando aún más.
Me miró con fascinación, como quien contribuye a crear algo nuevo. Algo no esperado.
Enloquecí de a poco y lentamente me arrastré hasta la carpa donde guardaba una enorme cuchilla afilada. Su lente me seguía, obsesiva y sarcástica.
Cuando lo tuve cerca, fuera de toda compostura, me abalancé con el afilado metal en la mano sobre él. Le clavé una vez el cuchillo: me gatillo seis veces más. Luego le clavé el acero en todos lado. En el vientre, en el pecho, en los brazos; hasta que ya en el suelo, desenfrenada boca arriba sin consuelo pude ver como yacía él al lado mío, sus más de veinte imágenes tomadas, en sus últimos respiros ahogados de sangre sin soltar el rojo botón de la cámara.
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